Estas palabras resonaban en mi cabeza desde los primeros textos que leí sobre la primera ciudad que iba a conocer en un irrefrenable deseo de visitar Perú y conocer y gustar del arte barroco colonial. Este “Ariquepay” fue premonitorio porque aquí me quedé todo el tiempo necesario para conocer a fondo una ciudad que es una rara joya, por su entorno geográfico, por la luminosidad de su Inti (el sol), por la majestuosidad de su volcán protector, el Misti, por el esplendor barroco de sus iglesias y conventos y por la calidez de sus habitantes.
La ciudad fue fundada el 15 de Agosto de 1540, por Manuel Garcí de Carbajal, con el nombre de Villa de la Asunción de Nuestra Señora del Valle Hermoso de Arequipa, en la ribera izquierda del río Chili. Está asentada sobre un valle estrecho, templado y fértil, a 2.360 metros de altura, que forma un oasis sobre las áridas tierras que dominan la región. A lo largo de las diferentes corrientes migratorias provenientes del viejo continente, una gran cantidad de vascos se asentaron en estas tierras.
Inti, el sol, la claridad, la luminosidad, está presente en la vida de esta ciudad de tal modo que fue, incluso, encerrada en unas rocas volcánicas que hoy llaman “piedra sillar” y que es sacada de canteras de cualquiera de los tres grandes volcanes que cobijan a Arequipa, El Misti (el caballero) al centro (5.821 metros), a la izquierda el más alto, el Chachani (6.075 metros) y a la derecha el más chico, el Pichu Pichu (5.669 metros). Los volcanes le dan carácter a Arequipa, la proveen del marco necesario, con su abrazo, para hacer de esta ciudad un lugar recogido y entrañable. Los volcanes de Arequipa son Arequipa porque la construyen y la destruyen en un continuo devenir; en los volcanes, aunque apagados hace miles de años, sus entrañas se estremecen casi todos los días en estertores que, de vez en cuando, son terriblemente destructores. Arequipa está construida para los terremotos y para los mínimos movimientos sísmicos de todos los días. Destruida y reconstruida, ha sabido desarrollar las técnicas necesarias para sobrevivir al tiempo y a los sismos.
El Volcán Misti sobre Arequipa
La luz del Inti se quedó en las rocas de sillar y el sillar forma todas las construcciones de la ciudad dándole, aún más, luminosidad a lo que ya es pura luz, incorporándola en las tallas primorosamente labradas en portadas y dinteles, en fachadas de iglesias y conventos, en apacibles y recónditos patios de clara herencia andaluza y en las andaluzas calles internas del convento de Santa Catalina.
El sillar es Arequipa, Arequipa es de sillar. El sillar, esa roca porosa que antes fue magma incandescente, configura todo el paisaje de Arequipa. Las construcciones que lo usan, que son todas, ostentan una clara limpieza de líneas, una gracia y eminencia de superficies y volúmenes, mucho menos frías y pesadas que las de piedra, y mucho más definitivos y concluyentes que los de ladrillo o adobe. La ciudad resplandece en los albos bloques de sus iglesias y de sus casonas hidalgas donde oscuros artesanos mestizos, de origen Collagua, aplicaron las artes y las técnicas aprendidas de los menestrales españoles con las técnicas y estéticas propias de sus trabajos textiles, pero con el aditamento de elementos decorativos locales, propios de la imaginación local, elementos que interpretaron los factores que determinan una arquitectura con personalidad propia.
Los elementos geográficos, los climatológicos, los geológicos, los sociales y los históricos, son parte sustantiva de la personalidad de la ciudad de Arequipa. En sus construcciones y en el tallado de sus sillares se refleja la melancolía (ese dulce sufrir) panteísta del indígena local, en clara unión con la pasión desbordante de lo hispano. Las tallas de los sillares son prolíficas y exuberantes muestras del equilibrio logrado entre las fuerzas que la naturaleza muestra en esta tierra de volcanes. Pasión hispana y paciencia criolla alumbraron la nueva sociedad que construía Arequipa.
Claustro de la Iglesia de la Compañía de Jesús
Columnado tallado en roca sillar
Inti, el sol, está encerrado en el sillar y desde él nos deslumbra todos los días. Y el sol se hizo figura en el tallado. La fuerza que conmueve al Misti y sus alrededores fue domeñada en los volúmenes arquitectónicos de las construcciones civiles en casonas solariegas y construcciones religiosas en sus iglesias y conventos. Todo el resplandor del Inti y toda la fuerza del Misti se leen día a día en la ciudad de Arequipa, en sus calles, en sus edificios y en el carácter de sus gentes, entre los tres se teje un diálogo cuyas principales relatos pétreos fueron perpetuados en la Iglesia de la Compañía de Jesús, los Claustros conventuales de la Compañía, en la Iglesia y Claustros de la Orden Franciscana Seglar en San Francisco, en toda la construcción del Monasterio de Santa Catalina (una ciudadela dentro de la ciudad) o en los claustros del Convento de la Recoleta.
Y las casonas hidalgas como la del Moral, la de Tristán del Pozo, la de Goyeneche, la de Iriberry, la casona del Fundador, la casa de la Moneda (construida en 1794 tiene la denominación debido a que en ella funcionó una ceca. Los marqueses de Quiroz tallaron en la portada: “Después de Dios, Quiroz” el mismo lema heráldico de la asturiana casa de Quirós). O la casona hidalga de la calle La Merced que cobija el sueño eterno e imperturbable de la Dama de Ampato, aquella víctima inocente sacrificada al Apu del Nevado Ampato que llegó a nosotros convertida en hielo, la famosa momia helada “Juanita”. Y también construcciones civiles como el molino de Sabandía y los barrios de Cayma, Yanahuara, Sachaca y Chilina.
Portada principal de la Casa del Moral
Arequipa, la ciudad de los diversos nombres. Arequipa, la ciudad blanca… Arequipa, la del eterno cielo azul… Arequipa, la ciudad caudillo… Arequipa la ciudad de los volcanes… Arequipa la ciudad de las peleas de gallos y de la lucha de toros…”Ari-que pay”, que aún grita su “Sí, quedaos…” me cautivó para siempre.